[vc_row][vc_column][vc_custom_heading text=»Niñez y estudios» google_fonts=»font_family:Raleway%3A100%2C200%2C300%2Cregular%2C500%2C600%2C700%2C800%2C900|font_style:400%20regular%3A400%3Anormal» css=».vc_custom_1478205768323{margin-right: 20px !important;margin-left: 20px !important;}»][vc_separator css=».vc_custom_1476454485781{margin-right: 20px !important;margin-left: 20px !important;}»][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text css=».vc_custom_1478205796520{margin-right: 20px !important;margin-left: 20px !important;}»]
San Casimiro vivió en una época en que Lituania era una tierra recién evangelizada. Nació en el Palacio Real de Cracovia (Polonia) el 3 de octubre de 1458, apenas setenta años después de que Lituania se convirtiera al cristianismo. Casimiro (este nombre significa “el que trae la paz”) fue generosamente bendecido con dones naturales. Poseedor de una aguda mente, adquirió de su madre, la princesa austríaca, una viva fe y una gran devoción.
De su padre heredó las virtudes de la justicia, serenidad, generosidad y perseverancia. La Reina y Gran Duquesa Elisabeth fue una sabia y firme educadora, que no permitió que sus hijos cayeran bajo la influencia corruptora de los lujos de la corte real.
La educación formal de Casimiro comenzó cuando éste tenía 9 años de edad. Junto con sus hermanos, le fueron enseñadas, por los oficiales de la corte, la lectura y escritura, las lenguas, el arte de hablar en público y la educación física, enfatizando la importancia de la religión y de una vida virtuosa.
San Casimiro aprendió mucho sobre su patria y sobre su historia de su muy docto maestro, el Canónigo Jan Dlugosz, renombrado erudito polaco, quien era también cronista y fue más tarde obispo, muy versado en cuestiones de gobierno y de política internacional.
Casimiro, al parecer, fue un alumno sobresaliente. Jan Dlugosz lo describió como “un joven maravilloso, de extraordinarios talentos y sorprendente instrucción”.
El futuro santo desarrolló sus habilidades retóricas pronunciando discursos en latín ante dignatarios eclesiásticos visitantes.
Cuando el Embajador de Venecia, Ambrose Contarini, visitó al príncipe en 1474, la elocuencia de Casimiro causó gran impresión en su mente, describiendo el discurso de Casimiro como “el más sublime y noble que alguien jamás hubiera podido pronunciar”.
El príncipe recibió también lecciones de retórica y crítica literaria del humanista italiano Fillippo Buonaccorsi, llamado Calímaco. Casimiro dejó una impresión muy favorable en este hombre de letras que, en sus escritos, se refiere a él como a un “adolescente santo”. En general, impresionaba a la gente como un joven de dotes extraordinarias, bien educado y virtuoso.
Durante sus años de adolescente se profundizó en Casimiro la práctica de la oración diaria y el ejercicio de las virtudes cristianas.
Arrodillándose diariamente junto con sus padres frente al altar, el joven príncipe llegó a una profunda comprensión de la Misa como renovación del Sacrificio del Calvario. Tan grande llegó a ser su amor por la Misa y el sacramento eucarístico, que se perdía a sí mismo entregado a la oración y permanecía así durante una segunda o tercera Misa o hasta que se cerraban las puertas de la iglesia.
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En la primavera de 1483, cuando el Rey Casimiro regresó a Polonia, envió una vez más a su hijo Casimiro a Lituania como representante suyo.
Aquí también el santo príncipe brilló por su talento y sus virtudes y por su amor al prójimo. Sin embargo, también aquí Casimiro se alejó más y más de los honores mundanos y se adentró en el camino del ascetismo y de la virtud, camino difícil que lleva, a través del sufrimiento, a la gloria eterna. Muy pronto se hizo evidente que el homenaje de sus súbditos, los honores que le rendían los dignatarios visitantes, los placeres de la corte, no producían felicidad real en Casimiro. Cada vez más iba centrando su vida en el amor a Dios y practicando sacrificios y renuncias. En su conducta irradiaba la gracia de Dios que se profundizaba en su alma. Cuando las circunstancias lo permitían, el joven príncipe prefería la soledad, el recogimiento y la oración antes que la vida pública.
Tan frecuentes eran las visitas del príncipe a la catedral, que algunos comenzaron a comentar que “pasaba más tiempo en la iglesia que en el palacio real”. Se entregaba tan profundamente a la oración que algunas veces olvidaba tomar alimentos.
Como si el día no le pareciera lo suficientemente largo para orar, solía deslizarse a la iglesia en el silencio de la noche para estar cerca de Jesús en el tabernáculo. Si las puertas de la iglesia estaban cerradas, veneraba estos umbrales y se inclinaba profundamente, en comunión espiritual con Dios.
Casimiro nunca dejó de meditar sobre la pasión de Cristo, imitando a Jesús en toda su vida. La corona real aguardaba al joven Casimiro junto con un matrimonio político; pero él la apartaba de sí, pensando solamente en la corona de espinas de Jesús.
Los nobles se mofaban del joven príncipe que humildemente ayudaba a los pobres. Él les contestaba: “No hay mayor honor para un noble, ni nada más digno para un duque, que honrar a Jesucristo en la persona del pobre. Yo considero que es un honor ayudar a los más necesitados”.
“Cuán bella es la vida de una persona que goza de la gracia de Dios”, decía el santo Príncipe. “Es la misma vida de los ángeles y los santos que se nos brinda aún en esta tierra. Nos prepara para la eterna felicidad si sabemos permanecer dignos de esta gracia”.
A fin de someter su cuerpo a los dictados de su voluntad, Casimiro usaba muy a menudo un cilicio de penitente bajo sus finas ropas reales. Muchas veces abandonaba el suave lecho a fin de dormir en el suelo de madera, con los brazos estirados en forma de cruz.
Lo más típico de este santo príncipe fue su gran devoción y profundo amor hacia la Santísima Virgen María. Todas las mañanas le dirigía un hermoso himno de 60 estrofas, la primera de las cuales dice:
“Omni die dic Mariae
mea laudes anima.
Eius festa eius gesta
cole splendidissima”
Esto es: “Cada día, alma mía, canta las alabanzas de María, honra sus fiestas y sus gestas, tan ricas de enseñanzas”.
Tanto amaba este himno, que en su lecho de muerte solicitó que fuera puesto a su lado dentro del ataúd.
La vida de pureza y santidad que llevó Casimiro no hizo de él un hombre blando, sino todo lo contrario. Sus sacrificios y renuncias, su entrega generosa a Dios y sus esfuerzos a favor de los necesitados, lo convirtieron en un hombre cabal y en un gobernante ejemplar.
Casimiro es considerado, tanto por los polacos como por los lituanos, un santo defensor, que supo hacer frente a las embestidas de los enemigos. Son bien recordadas las dos victorias milagrosas que alcanzó con el débil ejército lituano contra las embestidas rusas en 1518 y en 1654. En los versos de un renombrado poeta polaco, San Casimiro aparece cabalgando un corcel blanco y vestido de púrpura, dando el triunfo a los suyos.
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A comienzos de 1483, Casimiro cayó víctima de una tuberculosis pulmonar, una enfermedad sin precedentes en la familia real. Por última vez Casimiro abandonó Cracovia y regresó en mayo de ese año a Vilnius, donde comenzó a trabajar nuevamente en la Cancillería de su padre.
Cuando el Gran Maestre de la Orden Teutónica visitó al Rey en su palacio de Trakai, el Príncipe Casimiro estaba tan débil que no pudo montar a caballo para ir a recibirlo, junto con sus hermanos. En enero de 1484 el Rey viajó a Lublín para la reunión de la Dieta (Parlamento) y la Reina permaneció en Gardinas a fin de cuidar a su hijo enfermo.
A medida que empeoraba su salud, los médicos de Casimiro, que ignoraban todo remedio eficaz, lo urgieron a que desistiera de sus votos de perfecta castidad, considerando que ello le reportaría una mejoría. Pero Casimiro rehusó tomar en cuenta tal sugerencia. Su famosa respuesta fue: “Prefiero morir antes que ser impuro”.
Cuando sus consejeros le imploraron que por su salud cambiara de modo de pensar, Casimiro contestó resueltamente: “No conozco otra salud u otra vida que no sea en el Señor, Nuestro Dios”.
A pesar de la debilidad de su cuerpo, Casimiro tuvo la necesaria fortaleza para oponerse a los desesperados e insensatos consejos de sus allegados.
Sus últimas horas se aproximaban mientras viajaba para reunirse con su padre en Cracovia. La enfermedad lo obligó a quedarse en Gardinas, Lituania.
El clero y los religiosos se congregaron alrededor de su lecho de muerte. Le fueron administrados los últimos sacramentos y se recitaron oraciones por el moribundo. Sosteniendo un crucifijo en una mano y una vacilante vela en la otra, el joven príncipe de veinticinco años falleció en brazos de su madre. Era el amanecer del 4 de marzo de 1484, en el castillo de Gardinas, Gran Ducado de Lituania. Su cuerpo fue enterrado en la Catedral de Vilnius, en la capilla de Nuestra Señora, lugar elegido por el santo mismo para ser fiel hasta la muerte a la Santísima Virgen.
Tras su muerte, Casimiro fue venerado como santo, por los milagros que obró. Pocos años después, el rey de Polonia Segismundo I pidió al Papa la canonización de Casimiro, y el Papa León X nombró al legado papal Zacarías Ferreri y a otros dos obispos para investigar la vida y milagros del insigne príncipe. La investigación concluyó en 1520 y el Papa Adriano VI canonizó a Casimiro en 1522. Luego el Papa Clemente VIII fijó el 4 de marzo para la celebración de su fiesta.
Pasados 120 años de su muerte, en 1604, la sepultura del santo fue abierta para el reconocimiento de sus reliquias. El cuerpo de Casimiro fue hallado incorrupto, como si recién hubiese sido sepultado. También sus vestiduras de príncipe estaban intactas, no obstante el lugar húmedo en done estaba depositado el ataúd. Sobre su pecho se encontró una copia del himno a la Santísima Virgen que el santo recitaba cada mañana: Omni die dic Mariae.
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